9.11.15

La sala de urgencias del hospital Fray Bernardino

Pensadores Sumergidos en la Eternidad, Maru Santos.
Un hombre se mueve dentro de su silla de ruedas, habla una lengua desconocida, mueve sus brazos en señal de peligro, junta las manos y las aproxima a su vientre para dejarlas allí por minutos. Tal vez medita. El hombre sabe que no está solo, la sala de urgencias está poblada de enfermos que, como él, esperan su turno. La luz se cuela raquítica por la ventana. Los médicos lucen cansados —de vez en cuando se reúnen alrededor de algún expediente. En entrada magistral, llega una señora de la mano de un joven. Saluda a todos. Lo hace con un dejo de aristócrata. Se acerca a mí, dice que parezco japonesa y pregunta si hablo otras lenguas. Todo es cuestión de dinero, murmura. Yo tuve mucho pero me lo quitaron, insiste. Nadie responde a los enfermos, más bien se les ignora. Los familiares hablan entre sí, de la calamidad y la miseria que es tener un enfermo mental en casa. La televisión está encendida, se escuchan los comerciales que intercalan un programa de concursos. Son demasiados comerciales. El hombre que está frente a mí se levanta de su silla y comienza a caminar en círculos, no lo detienen. Lleva una prisa infernal. Una mujer enorme se suelta en llanto, su hermana juega con el celular. Una adolescente llega en una camilla, entra gritando a la sala. Todos están atentos. Pobre, qué le pasó, dicen. Intento de suicidio. Los médicos empujan la camilla y la llevan adentro, a los cuartos misteriosos. La luz ha bajado de intensidad, ya es tarde. Algunos pacientes pasarán, al menos, una noche aquí. Huele a gente, a mugre, a espera. Qué estamos esperando. Qué dirán los médicos, cuál será el diagnóstico. Entre todos formamos un coro magnífico. Valdría la pena recordarlo bien, pienso mientras hago rayas en mi cuaderno. Los enfermos tienen instantes de sosiego, las crisis llegan a ratos como una marea crecida a lapsos. De vez en cuando tiemblo y siento que mi cabeza es traspasada por rayos. La televisión sigue encendida, el hombre de la silla de ruedas continúa su danza de brazos. Se perciben la furia y el cansancio. Después de cuatro horas, el escenario sigue allí. Tal vez sea otra ciudad, otra noche. 

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